miércoles, 23 de abril de 2008

¿Y por qué no desaparece el infierno también?

José María Pérez Gay /I

"¡Ay, Pepe, estás en el limbo", decía mi madre decepcionada y de mal humor, cuando me veía ausente o distraído. Yo, que había cumplido entonces 10 o 12 años de edad, me imaginaba el limbo como un lugar -sin tiempo y sin espacio- donde habitaban los individuos torpes o los imbéciles fugaces. En su riguroso sentido latino, limbo significa el fin o extremo de alguna cosa, en especial se llama limbo a la orla o parte última de un vestido. Mi necesaria educación jesuita me explicó más tarde su auténtico significado. En el segundo año de secundaria, el "hermano" -por ese entonces no se había ordenado sacerdote- Juan Lafarga nos dijo que el limbo era el nombre de un reino celestial donde estaban depositadas las almas de los Santos Padres y Patriarcas, esperando la redención del género humano. Y también se llamaba limbo -nos dijo con un tono de misterio inescrutable- al lugar donde van las almas de los que mueren antes de tener uso de razón, sin haber recibido el sacramento del bautismo. "Más lejos del infierno y más vecino al Cielo está el limbo de los padres, llamado por excelencia "seno de Abraham" -recuerdo haber leído en alguno de los textos canónicos, que nunca entendí.



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